El niño se miraba al espejo, luego se escondía, volvía a mirar haciendo gestos, movía sus manos y con sus dedos acariciaba el aire. Estaba tardes enteras mirándose al espejo, moviéndose, haciendo morisquetas entrando y saliendo del reflejo.
Un día, de esos extraños en que su padre estaba en casa, éste le pregunto qué estaba haciendo, por qué se miraba tanto en el espejo.
El niño, sin mirarlo, le contestó: - No sabes que del otro lado del espejo hay una dimensión opuesta, lo que estoy haciendo, es controlar al ser que es físicamente igual a mí, pero distinto en sus pensamientos y deseos. Y así prosigió, ¿ves? lo controlo en su mundo diferente, puedo hacer que esté siempre ahí, que aparezca y desaparezca a voluntad, que se mueva y sonría, que se quede quieto y llore, puedo controlar sus acciones, puedo definir su tiempo, puedo decidir por su vida.
El padre lo miró sorprendido y le respondió:
– Cuidado, no vaya a ser que el tú de la otra dimensión, sea el que te esté controlando a ti.
Después de eso, pasaron muchos años antes que el niño volviera a mirarse en un espejo.