Mis pequeños ojos, sólo podían concentrarse en mi papá, él tenia unas manos grandes, fuertes y cuerpo curtido en la pampa, con sus brazos, sostenía fuertemente a mi mamá, nunca los había visto tan juntos, nunca los había visto, como a dos enamorados, era la primera vez que los sentí unidos, por un sentimiento, por amor, más que por obligación. Como nunca, la abrazaba con la ilusión de no perderla, ojalá lo hubiese hecho antes, ojalá lo hubiese hecho siempre, les hubiese reconfortado en esa vida llena de sufrimiento, que habían soportado con excesivas humillaciones, que justo aquél día, llegaban a su final, el que fueron a encontrar, como siempre juntos, tal como cuando partieron en el “enganche”, desde su querido bosque, tal como cuando caminaron hacia la costa, siempre juntos.
Por más que la abrazaba, por más que la apretaba, por más que suplicaba, la sangre se le escurría por las manos, no podía impedir su muerte, como tampoco, detener la propia. Las balas que cruzaron sus cuerpos, los dejaron inmóviles, detenidos sin más remedio, que la muerte ante el dolor.
En medio de tanto espanto, por primera vez en mi vida sentí que mi padre se preocupaba por mi y me ilusioné pensando que siempre me quiso, con la poca fuerza de vida que le quedaba. Me miró fijamente a los ojos, con una ternura extraña en él, apartándome de todo lo que sucedía a nuestro alrededor, y lenta pero decididamente me dijo:
- “Ven, a esconderte debajo de nuestros cuerpos y sin importar lo que escuches o veas, permanece como dormida, sin moverte, esperando hasta que el silencio te permita escapar…”
Como siempre, sin discutir las órdenes de mi papá, pese al terrible miedo que sentía, me acerqué, y me recosté en el suelo ensangrentado, en ese preciso momento, sentí que mis padres me regalaban una vez mas la vida, protegiéndome con sus muertes, en medio de la locura.
Las balas, los gritos, el dolor y el sufrimiento de tantos hombres, mujeres y niños me rodeaban, mientras el ejército a punta de bayoneta, avanzaba en la Escuela Santa Maria, en Iquique, ese sábado 21 de Diciembre de 1907. Sin saber cómo salí, ensangrentada y perdida, avancé en medio de la muerte. Alguien me abrazó y me cerró los ojos, transformándose desde aquel día en mi madre…
Al terminar sus palabras, la abuela rodeada de sus hijos y nietos, respiró con la tranquilidad de la liberación, y en medio de un silencio contenido, en las lágrimas de los que la escuchaban, les dijo:
“Este es el gran secreto de mi vida, nunca había contado la verdad acerca de mis padres, era demasiado el dolor que sentía, pero es justo que antes de mi muerte, ustedes sepan la verdad”
Tras esto, la abuela, como nunca, sonrió tranquilamente, y cerró sus ojos, para volver a caminar junto a sus padres, por la pampa, por Iquique, de regreso al bosque.
FELIPE OLAECHEA
Cuento de la colección
"IQUIQUE EN SEPIA"